Relato NO MIRES ATRÁS

Posted in By Antonio Rodríguez

Premio al mejor relato de autor residente. Concurso de Relatos Ayuntamiento de Carreño (Asturias) año 2002
Las pesadas gotas de lluvia caían como los contrapesos de un escenario reventando sobre la chaqueta de Marta, dibujando círculos oscuros. Triviales manchas que el tiempo y un poco de sol secarán; pero que en ese momento la chaqueta parecía la de un fusilado y su dueña alguien que escapara de un infierno. Marta caminaba aturdida por una calle que era su calle, la del barrio de toda su vida y que ahora parecía la calle de una ciudad extranjera.
Cada pocos segundos sus manos atrapaban los bordes de la chaqueta intentado cerrarla, para conseguir un abrigo que la prenda no le podía dar. Una chaqueta de pana suave no era lo mejor para una noche lluviosa y aún resultaba más inútil para intentar aliviar el frío y la humedad que no venían del exterior, sino del interior de Marta.
De uno de sus bolsillos sobresalía como un iceberg una cajita metálica blanquecina que, al moverse, hacia sonar las monedas que llevaba en su interior. El sonido de un tintineo ahogado, que más que el de unas monedas, parecía el de las cadenas del atormentado fantasma del Sr. Marley, quien fuera en vida socio del rico Sr. Scrooge. Un triste cascabel de monedas fue lo único que pudo rescatar de una casa y una vida que se hundían tras ella.
En el bar de la esquina, entre cervezas y vinos, varios hombres miraban la pantalla que emitía un aburrido “partido del siglo", en realidad el mismo encuentro que se repetía dos veces en cada temporada, entre los principales equipos de la liga. Algunos ojos dejaron de examinar la trayectoria del balón durante unos segundos, para ver el torpe deambular de Marta bajo la lluvia; pero no hicieron nada. Marta no esperó una reacción distinta, ni ayuda, ni interés. Eran los amigos de su marido y cumplían a rajatabla la arcaica regla de no meterse en los asuntos domésticos de los amigos.

El único lugar de toda la calle que Marta encontró acogedor, fue la marquesina del autobús. Estaba iluminada y un alegre cartel publicitario con la sonriente foto de una chica, animaba a ver una película de las del género comedia romántica. La marquesina era un cobijo para la lluvia; pero no para el odio. Ella sabía que tarde o temprano su marido terminaría la botella y bajaría a buscarla.
La historia de Marta se podía escribir con unas pocas frases. Llevaba cuatro años casada y no tenía hijos. Al principio Marta veía en su marido a un hombre maravilloso, con sólo un pequeño defecto, y sus ojos se iluminaban cada vez que iba a buscarla. Tal vez estuvo a tiempo de cambiar su destino cuando empezó a ser ella la que iba a buscarlo a los bares y cuando ese único pequeño defecto, el de la bebida, comenzó a crecer y a matar las virtudes que la enamoraron. El plan vital de Marta, ese que dejó escrito hace una eternidad en un diario de adolescente, consistía en tres únicos y aparentemente simples puntos: Terminar sus estudios, conocer a un buen hombre y tener un niño. No tuvo hijos, dejó los estudios sin terminar y se quedó con el primer hombre que quiso en lugar de buscar a un hombre bueno.

Marta se comprometió a ayudar a su marido. Él al principio depositó en ella sus sentimientos, sus deseos y su dolor. Cuando eso ya no fue suficiente puso en ella su ira y la violencia que no era capaz de descargar con el resto del mundo. En aquella noche de lluvia todo había terminado y ahora Marta sólo sentía frió, en su piel, en sus músculos, en sus huesos, en su interior.
Sonó como el suspiro de un gigante que la despertó de sus pensamientos vacíos y gélidos. Delante de ella un autobús abrió su puerta. Marta entró, casi por instinto. El autobús cerró la puerta con un nuevo suspiro y el sonido del raspar de unas gomas. Ella se quedó parada en el escalón de la entrada sin poder hablar.
- ¿A dónde va? - Preguntó el chofer
El semáforo en rojo había dado algo de tiempo al conductor para mirar a Marta y cerrar las puertas. Por precaución nunca las cerraba sin vender el billete; pero Marta no era un “colgado” agresivo, además hacía tanto frió fuera y, total, aquel semáforo siempre estaba en rojo.
- ¿Qué a donde quiere ir? - Volvió a repetir.
Marta sacó un puñado de monedas de la cajita metálica blanca en la que se podían ver unas letras pintadas en rojo que ponía “Para el viaje a París”.
- No sé… ¿A dónde puedo ir con 4; 4,50; 4,75; 4,80;...?.- Dijo Marta, mientras contaba las monedas de su mano.
El conductor suspiró. Llevaba muchos años en el oficio y con una simple mirada podía saber más de la persona que entraba en su autobús que lo que podía saber ella misma; aunque no hacía falta ser un Sherlock Holmes para interpretar el aspecto que ofrecía Marta, desprotegida y con un ojo morado. El conductor miró de reojo la cajita y dijo.
- Señorita este autobús no va a París, así que guárdese esas monedas y siéntese, ya escogerá usted la parada que más le guste.-
Mientras Marta se tambaleaba por el pasillo, el conductor se volvió y dijo. - De todas formas este es el último servicio del día y vamos casi vacíos. Siéntese atrás. La calefacción sólo funciona bien en los asientos de atrás.-
Marta quiso pronunciar un “gracias”; pero el semáforo ya había cambiado a verde. Se sentó en la penúltima fila. Mientras entraba en calor, veía como se alejaban las últimas calles de la ciudad.

El autobús era un viejo Mercedes gris y azul, con los asientos tallados y pintados con bromas, dibujos, algunas frases ingeniosas, la mayoría obscenas, y algunas palabras de amor de jóvenes amantes aburridos. Los botones de los cuadros de mandos del techo ofrecieron en otra época a los pasajeros, aire acondicionado y música; pero la última vez que emitieron música fue con el primer éxito de Mecano. La moqueta estaba suelta en algunas partes y faltaba el martillo se seguridad, robado por algún necio inconsciente. Marta se acurrucó pensando para qué podría alguien querer un martillo rojo de seguridad.
El vehículo hacía un trayecto largo, salía de la ciudad, se internaba por carreteras secundarias y se perdía en un mar de paradas en pequeñas aldeas, hasta llegar a un valle al pie de los primeros montes de la cordillera. El viaje podía durar tres horas por las numerosas paradas; pero se trataba del último servicio de una noche fría y lluviosa de miércoles y por tanto no había muchas esperanzas de encontrar posibles viajeros esperando en las paradas. Así que el autobús se movía en la oscuridad como uno de esos gigantes de cuento, haciendo la última ronda por sus inmensos dominios.
Marta se quedó medio adormilada por el calor y la protección que le ofrecía el asiento, hasta que unos pequeños chillidos la despertaron.
- ¡No! ¡No me mates! – Marta se sobresaltó y sus músculos se pusieron en tensión por puro instinto natural. Aquella voz provenía de la última fila de asientos.
- Por favor. ¡No me mates! - Volvió a gemir la voz de forma aguda.
- ¡Bien! No te mataré. Pero debes prometer que serás bueno.- Dijo otra voz algo más grave que la primera.
Marta alzó la mirada por encima del asiento. Allí en la última fila, un niño de unos siete años jugaba con dos figuritas de plástico. Tenía el cabello moreno, la piel sonrosada por el calor de la estufa del autobús y unos ojillos que brillaban al compás del movimiento de los personajes de plástico.
- No te mataré. Pero debes jurar que desde ahora debes ser bueno y hacer experimentos sólo para el bien, para curar a los humanos y los perros y los gatos y las vacas. No harás más misiles, ni bombas, sino que te dedicarás a arreglar las cosas que estén estropeadas y construir naves espaciales. Y deberás hacer todas esas cosas que tienen que hacer los científicos buenos.- Decía el niño poniendo la voz grave y severa; mientras agitaba el muñeco de un superhéroe, de una popular serie de televisión, frente a otro muñeco tumbado en el suelo.
Marta miró alrededor, el niño estaba sólo, como única compañía tenía a sus muñecos y una mochila casi tan grande como él.
- Hola.- Dijo el niño a Marta, dejando los muñecos en el asiento.
- Hola. ¿Viajas solo? - Preguntó Marta.
- Sí. ¿Y tú también? –
Marta tardó unos segundos en contestar. Miró de reojo los asientos del autobús. Estaban solos; pero sabía que alguien la estaba buscando.-
- Sí, yo también viajo sola. ¿A donde vas? -
- Voy a casa de mi abuela. ¿Y tú a donde vas? -
- No sé, todavía no lo sé.-
Marta tenía ganas de entablar conversación; pero no quería hablar de ella misma. La claridad de las preguntas del niño la aturdía, llevaba años sobreviviendo en un hogar donde cualquier cosa que se decía podía tener más de dos sentidos y desencadenar una pelea. No estaba acostumbrada a las preguntas sinceras y francas de un niño.
- Te arden las orejas.- Dijo el niño señalando con el dedo las orejas de Marta.- Mi abuela dice que cuando te arden las orejas es porque están hablando mal de ti. Y tú las tienes muy rojas.-
- Será por el calor de la estufa del autobús, en la calle hace frío.- Dijo Marta frotándose las orejas con sus manos, mientras pensaba en que aquello era sólo un estúpido dicho popular. Aunque para qué engañarse, era seguro que en ese mismo instante su marido estaría soltando pestes de ella.
- ¿Por qué vas a casa de tu abuela? – Preguntó Marta.
- Porque, mi tía dice que está harta de aguantarme. Y dice que me aguante mi abuela. “¡Que te aguante tu abuela que no hace nada en el pueblo, sola cuidando bichos!” - El niño pronunció la última frase intentando imitar la irritada voz de su tía.
- ¿Y tus padres? – Preguntó Marta.
- No están.-
- ¿No están? ¿Qué quieres decir con qué no están? -
- Mi papá, no lo sé. Y mi mamá se murió hace más de un año. Mi tía me ha dicho que dijera que de cáncer; pero es mentira.- El niño se detuvo un par de segundos como congelado en el tiempo, donde lo único que se movía eran sus pupilas inundándose por una profunda tristeza. Luego continuó contando una historia que había sabido superar.
- Mi mamá se murió de esa enfermedad rara que te deja en los huesos y sin defensas. Luego cogió un catarro y se puso peor. Estaba muy mala y mi tía no me dejaba abrazarla ni tocarla. Un día, cuando yo estaba en el colegio, se la llevaron al hospital y luego se murió. Y mi tía me dijo que se había muerto de cáncer; pero es mentira. No entiendo a los mayores. Nos dicen a los niños que no digamos mentiras ¿Es verdad que no hay que mentir? -
- Sí claro, no se debe mentir nunca.-
- ¿Entonces por qué mi tía me dijo que dijera que mi mamá se murió de cáncer, si es mentira?-
- Pues no lo sé, supongo que pensó que sería mejor así. Que sería lo mejor para todos.- Dijo Marta.
- ¿Lo mejor?. Los mayores son tontos y tienen miedo de cosas tontas. Yo creo que nos dicen a los niños que no debemos mentir porque tienen miedo de que lo hagamos mejor que ellos.-
Aquel juicio dejó a Marta perpleja. Pero al niño parecía interesarle otras cosas. No quería recordar aquella parte de su vida.
- ¿Por qué está tu ojo negro? -
- Pues. Por. Por la puerta.- Dijo Marta, aunque se sentía cada vez más confusa. Los ojos del niño parecían verla con total transparencia y sabía que sí es cierto que nunca se debe mentir.
- Por la puerta... Y bueno. Y porque al entrar hoy por la puerta de casa mi marido y yo discutimos y el se puso algo violento. Y...- Marta no supo continuar, así que cambio de tema. - ¿Y con tu abuela vives bien? –
- Sí. La abuela es muy buena y esta Nitxu y las vacas. Y el colegio del pueblo está muy bien aunque hay pocos niños; pero tiene muchos juguetes y la profe es simpática. Nitxu es el perro de la abuela ¿sabes?. Es un perro muy listo, sabe llevar a las vacas del prado al establo y la abuela dice que el papa de Nitxu fue un lobo de las montañas y por eso las vacas están bien protegidas porque Nitxu sabe el lenguaje de los lobos y por donde está Nitxu nunca se acerca un lobo. Mi abuela siempre se alegra de verme; aunque se queja de que ya está muy vieja y que no tiene a nadie que le ayude con las vacas y la huerta, que es una pena que esté todo sin hacer y que ya no tiene fuerzas para hacer los quesos que hacía. ¿Tú sabes hacer quesos? ¿Podías ayudar a la abuela a hacer los quesos? A mí me gustan mucho. Están muy ricos. No saben a plastilina como los que compra mi tía en el mercado.-
- No sé. ¿Tú crees que querrá conocerme? - Dijo Marta.
- ¡Oh! Sí. A mi abuela le gusta mucho la gente que viene de la ciudad. Pero tienes que hablar más y contar cosas. A mi abuela no le gusta la gente callada. Ella dice que la gente callada esconde las cosas y las cosas escondidas se pudren. Además la casa es muy grande, hay muchas habitaciones y tiene una despensa llena de comida. No es como en casa de mi tía, que siempre que cogía algo de la nevera decía que yo le estaba saliendo muy caro para nada.-
- Pues me alegro, ya veo que te gusta hablar de tu abuela.-
- Sí, me gusta. No es como con mi tía, con mi abuela no tengo que esconderme.-
El autobús se detuvo en la penúltima parada y los dos únicos viajeros bajaron de la mano.
El conductor se despidió con un “adiós” y un “buena suerte” y continuó hacia la última parada que estaba en la aldea de arriba, apenas un kilómetro y medio más allá, después tendría que girar y volver a la ciudad, como hacía cuatro veces todos los días.
La carretera estaba casi cortada a pico en la ladera de una montaña y serpenteaba siguiendo la garganta tallada por un río que discurría a unos veinte metros más abajo. El caminito a la aldea de la abuela estaba unos metros más adelante, pasando una curva, allí había un puentecito de piedra que llevaba al otro lado de la garganta y subía por la ladera durante medio kilómetro hasta un lugar donde se abrían los montes dejando espacio a un pequeño valle de prados verdes y bosques de castaños y robles. El autobús no podía parar justo en el puentecito ya que estaba en una curva muy estrecha y peligrosa, por eso la paraba en una pequeña recta anterior.
- Esta todo muy oscuro.- Dijo el niño mientras apretaba fuerte la mano de Marta.
La farola que tenía la obligación de iluminar el tramo, se había fundido y las únicas luces que se veían eran las de la aldea y las estrellas.
- Tranquilo, yo te guiaré. Mira pasando el puente hay una farola que ilumina el camino y las luces de aquellas casas deben ser las de la aldea de tu abuela. ¿Verdad? -
- Sí, la casa más grande es la de mi abuela.-

En aquel momento los focos de un coche alumbraron con toda su potencia la carretera. En un instante en el paisaje de suave gris nocturno estallaron todos los colores verdes, ocres, rojos, un chorro de color quemaba la noche y se dirigía hacia Marta.
El motor del coche rugía y Marta reconoció aquel bramido. Era el de su esposo. Alguien en el bar había hecho algo más que mirar y ahora su marido lleno de alcohol y de furia aceleraba sin cambiar la marcha, haciendo temblar todas las tuercas del motor. Tenía un objetivo fijo, único, arrollar a su mujer. No le importaba que frenar antes del acantilado, fuera imposible. Su vida había muerto y quería llevarse con él a Marta. Ella no se movía, estaba paralizada por el terror. El niño se agarró con fuerza a las caderas de Marta y, ella, sintió en aquel segundo que no estaba sola. En el segundo siguiente por primera vez en muchos años, deseó con todas sus fuerzas vivir. Abrazó al niño; pero ya no había tiempo para ninguna reacción más. En ese instante, los focos del autobús pasaron la pequeña curva y chocaron con las pupilas del marido. Una reacción de unas décimas de segundo, producto de un instinto grabado en la mente de forma automática, provocó que el marido de Marta diera un giro en el volante de unos pocos grados hacia la derecha. Lo justo para que el coche pasara a unos centímetros de las dos figuras que se abrazaban, queriendo con todas sus fuerzas seguir viviendo.
Se oyó el romper de maderas y ramas, el chillido de chapas de metal rascando las rocas, un estruendo contra las peñas y al final un chapoteo, como un grito lejano, en un río que lleva cientos de miles de años esculpiendo montañas y no se iba a detener ahora por un montón de hierros retorcidos.
El conductor del autobús bajó aterrado. En sus manos llevaba la cajita metálica llena de monedas que Marta se dejó olvidada. Se asomó a la oscuridad del acantilado, no se veía nada; pero la oscuridad decía a gritos que todo había terminado. Arriba cerca del camino a la aldea, dos seres abrazados comenzaban a caminar hacia una nueva vida sin mirar atrás.